se habla mucho del sentimiento de culpa de las madres, y yo vivía bastante feliz, porque la culpa no es algo que me haya quitado el sueño. sé que hago muchas cosas mal, pero también sé que hago muchas bien. en general, sé que hago la mayoría simplemente como mejor puedo o sé. y con eso he conseguido vivir bastante tranquila hasta la fecha. haciendo siempre por mejorar, sí, pero tranquilitamente.
sin embargo, la otra noche supe lo que es que te invada el sentimiento de culpa. y lloré friendo croquetas.
y no, no fue porque se me reventaran todas. que también.
ni porque eso me llevara a la conclusión de que mi masa es bastante mejorable. que también.
ni porque se me había estropeado el plan de cena y no era capaz de encontrar un plan alternativo decente. que también.
me derrumbé porque sentía que no era capaz de dar de cenar a mi familia.
yo, que planifico mi menú cada semana, que aún así, improviso día sí y día también, en función de los devenires laborales, sentí que había generado unas expectativas de cena y que les iba a defraudar. y me vine abajo.
ni que decir tiene que no nos quedamos sin comer, pero es que no es eso.
es que las cosas solo le salen mal al que las hace, y hay que relativizar y no llevar al extremo de fracaso maternal el hecho de que se te exploten las croquetas.
de modo que haber experimentado esa, por excelencia, dicotomía de la maternidad, la culpa, ha conseguido alertarme de algunas cosas, a saber:
- que tengo el cerebro un poco fuera de forma, así que ya puedo darme algún respiro más, que parece que falta hacen
- que hay feudos que nos son solo míos, y que el trabajo en equipo es mucho mejor
- y que se confirma que, pasito a pasito, hay que empezar a bajarse de la rueda, antes de que nos queramos bajar de la vida.
las croquetas y la culpa, dos palabras que no deberían estar juntas en la misma frase.
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